jueves, 18 de enero de 2007

Otro mundo
























Llegó de muy lejos para trabajar y ganar dinero para llevar a su familia. Acababa de llegar a la ciudad y no conocía el idioma ni las costumbres. Todo era extraño y a la vez fascinante. La gente vestía ropa de abrigo y la calle se llenaba del colorido de los escaparates que exhibían sofisticados trajes de fiesta para las mujeres, carísimos relojes suizos, refinadas joyas o hileras de libros con atractivas portadas. De repente vio que salían de una pequeña tienda clientes jóvenes con bolsitas de chucherías que comían por la calle. Sintió un deseo irrefrenable de participar en lo que para la gente de aquí podía ser normal, pero que para él era un hecho extraordinario. Entró en la tienda y vio decenas de recipientes transparentes que contenían una variedad increíble de productos que no había comido nunca. Había gominolas de diferentes colores, sabores y texturas, regalices de distintos tipos, chocolate en bolitas, figuritas, pastillas, caramelos de muchas clases... Le gustaba todo y no sabía por donde empezar. Vio que la gente cogía una bolsita y se servía con el cazo que tenía cada recipiente. También había varias pinzas para coger lo que más te gustara. Hacía varios días que había cobrado y se merecía darse un festín. Fue al cajón de las gominolas que más le gustaban y al coger el cazo para llenar su bolsa le vino a la cabeza el hambre que podría saciar a su familia con esos euros que iba a gastarse en unas golosinas. Dejó el cazo con mucho pesar y cogió las pinzas. Con ellas tomó una única gominola que introdujo ceremoniosamente en su bolsa. Recordó en un instante todas las penurias que había pasado para venir a trabajar aquí. También aparecieron su familia y los seres más queridos, que se quedaron allá lejos. Sus ojos se llenaron de lágrimas que apartó rápidamente con la manga. Se puso en la fila para pagar y al llegar su turno se le quedó mirando la dependienta, que había notado lo que le estaba pasando. Era el último cliente del día. La chica miró a la que podía ser la encargada, que parecía dar su consentimiento. Cogió la bolsa con la gominola y le echó un buen puñado de las más sabrosas.
- Ahora sí. Venga, que son regalo de la casa.
Después de vencer su incredulidad y entender que no tenía que pagar nada por todo eso, una sonrisa inmensa de felicidad iluminó su cara.
- ¡¡Grasias!! ¡¡Grasias!! ¡¡Grasias!! ¡¡Grasias!!
Y se fue pensando que realmente había llegado a un mundo mejor

1 comentario:

Anónimo dijo...

Cuando menos te lo esperas, la vida te recompensa.