
Ayer tarde estuve en el velatorio del padre de un amigo. Era un hombre muy mayor, pero poseía una gran energía y unas tremendas ganas de hacer cosas y sentirse vivo. Desde muy joven sintió la vocación militar, y el espíritu aventurero y enfervorecido del momento le llevó a enrolarse en la División Azul, profundamente convencido de la noble misión a realizar en la lejana Rusia. Se fue, como tantos otros, y allí descubrió un pueblo, una gente y una cultura que le fascinaría hasta el resto de sus días. Se dio cuenta del horror que se estaba cometiendo contra muchos millones de personas por el hecho de querer conquistar un país a sangre y fuego. Confraternizó con el pueblo ruso y más tarde escribiría algún libro sobre sus recuerdos de allí. Él siguió un sueño creado en sus pensamientos y se topó con un mundo que le volvió crudamente a la la realidad. Adolf Hitler creó en su mente otra verdad incuestionable, que era la supremacía de su raza aria sobre todas razas de este mundo. El pueblo alemán estaba destinado a gobernar la tierra en un III Reich basado en la doctrina del nacional-socialismo. Toda "infraraza" tendría que ser aniquilida sin contemplaciones, al igual que las personas con ideologías diferentes a la del régimen. Hoy he querido ver la película El hundimiento, que trata acerca de los últimos días de Hitler en el bunker de Berlín, justo antes de perder la guerra. No hay cosa peor que el convencimiento ciego de que se tiene la verdad absoluta y que se debe de alcanzar a cualquier precio. Hitler tenía la plena seguridad de que los judíos, los comunistas y los diferentes partidos que había antes de su llegada al poder, eran los causantes de la ruina del pueblo alemán, además de las asfixiantes compensaciones por la primera guerra mundial. Su pueblo le siguió fielmente con la esperanza de volver a tener el orgullo de antaño que le quitaron el Tratado de Versalles y la interminable crisis económica. Al final se descubrió al monstruo megalómano, capaz de cometer todas las atrocidades de este mundo con tal de conseguir su fin.
Recuerdo que conocí hace años en Austria a un joven que se parecía muchísimo a Hitler, incluso había nacido en un pueblo no lejano al suyo. Sus facciones eran muy parecidas, incluso los gestos te lo recordaban tremendamente. Tenía complejo de parecerse a un personaje atroz, y cuando saludaba a alguien intentaba no mirar a los ojos para que no le recordaran esa realidad tan evidente. Era muy retraído y tan apenas hablaba. Su gran parecido le hacía no querer destacar. Quizás a mí me habría pasado lo mismo.